Milton es rubio y usa gorro de lana. Tiene el termo en la mano mientras su padre, en la antesala del duelo frente a los campeones del mundo, toma mate y observa a la distancia la práctica de sus dirigidos. La escena se desarrolla en Juan Pinto Durán, el añoso, pequeño e histórico sitio de concentración de la Selección Chilena, que jamás ha vivido un momento como este.
No nos referimos a la última posición en la tabla, al pésimo rendimiento o a la inminente eliminación de una Copa del Mundo, porque todo eso ha pasado antes. Es la presencia de Milton, el hijo mayor de Ricardo Gareca, que ceba el mate durante el entrenamiento que llevará a la Roja a enfrentar a Messi y compañía. El técnico, mientras sorbe, mira al padre de sus nietos mientras esboza la táctica que utilizará al día siguiente, tratando de que Chile sea un equipo más libre, más suelto, más flexible.
En Juan Pinto Durán alguna vez un trotamundos alemán, Rudi Gutendorf, trabajó con casi noventa jugadores buscando un equipo ideal. Recién había culminado el ciclo del Ballet Azul y surgía el de Colo Colo ’73, venía un experimento raro llamado el Mundialito de Brasil, eran tiempos de Música Libre, del Mapu, pelo largo, pantalones pata de elefante y Rudi era acompañado por su señora, Ute, quien solía tomar baños de sol en topless, a veces durante la concentración, a veces a solas.
Era gente excéntrica y libre. Rudi nunca acertó con el equipo, le pasaron la Selección al Zorro Álamos -quien había dirigido a la mejor U y estaba a cargo del mejor Colo Colo- y Gutendorf se fue inventando una historia delirante con wiskis en La Moneda, una amistad entrañable con el Presidente Allende y una fuga “en el último avión que salió de Santiago antes del Golpe”. De Ute no quedó ni una foto ni un testimonio fidedigno para corroborar sus bronceados desnudos.
Gareca se ha ido desmejorando en su estadía y eso justifica la presencia cercana de la familia. Llegó como galán y el deterioro es evidente, fruto de lo que llama “malos estados de ánimo”. Algo similar le paso al vasco Xabier Azkargorta, que se fue consumiendo entre el cigarro, la charla trasnochada y el pésimo juego de la Selección en la Copa América de Paysandú, donde fue a parar a un hospital con diagnóstico reservado. Le prohibieron las visitas del plantel (para que no siguiera pasando rabias) y el último partido lo vio por la tele.
Don Ricardo está lejos de eso todavía, porque, a diferencia de Azkargorta, no utiliza frases para el bronce. Lo suyo es un discurso simple, ramplón, plagado de recovecos semánticos que nos dejan asombrados, perplejos e incrédulos. Pareciera que nos está tomando el pelo, que quisiera envolvernos con su dialéctica, pero lo que nos preocupa verdaderamente es que cualquier día convenza a Pablo Milad y le saque un contrato para la próxima eliminatoria.
Milton, el hijo, estuvo en la conferencia de prensa y miró con encono a los periodistas. Al día siguiente se encaró con los hinchas que pedían la salida de Vidal y Pizarro, que Loyola jugara de volante y no lateral, que pusiera a Hormazábal y los que añoraban a Zampedri cuando comenzamos a tirar centros al área. Milton cree que su padre se mueve por principios y no por dinero, como repitió en la conferencia de prensa, y por eso ha creído conveniente apoyarlo. Le ceba el mate en Pinto Durán, le revuelve el té de coca en La Paz, le aconseja cambiar el buzo de Chile por una tenida negra que haga juego con la barba cana.
Porque así como estamos, con un pie afuera del Mundial, lo que queda es la familia. Milton, termo en mano, al borde de la cancha, es el único que lo comprende.
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