René Orozco se fue en silencio, quietamente. Como jamás se le vio -ni se le escuchó- mientras fue presidente de Universidad de Chile, durante más de una década.
Hacía varios años que estaba ausente de la actividad que, cuando dirigió al club azul, dominó como ninguno: la polémica. De la fina, que se dibuja con bisturí, y también de la gruesa, que se traza con brocha gorda. Si discutir, pelear y rezongar fueran un deporte, “el doctor” habría sido un exponente de alto rendimiento. Si intimidar, provocar y amenazar fueran un arte, habría sido un reconocido maestro. Tan ilustre como lo fue en el plano académico y profesional: un prestigioso docente y un reputadísimo nefrólogo.
Soberbio, atrevido, a veces simplemente maleducado. Directo, hostil y deslenguado con sus enemigos -que vaya que los tuvo-, Orozco era porfiado como él solo. Sí, testarudo, intransigente, irreductible. Cuando se le metía algo en la cabeza o cuando sus acólitos llegaban con sigilo hasta la sede de Campos de Deportes 565 para llenarlo con cuentos conspirativos e intrigantes, la bomba de tiempo que operaba en su boca loca comenzaba la cuenta regresiva. Hasta que explotaba y repartía múltiples esquirlas.
Era -y seguramente será- el dirigente del fútbol chileno con mayor incontinencia verbal que se conozca en el último medio siglo. Empleaba un repertorio lingüístico contundente para destruir a quien, consciente o involuntariamente, se le cruzara por delante. No dejaba títere con cabeza cuando perdía la paciencia, sin distinción de género ni edad. Y deben ser contados con una mano los que durante la década y media de apogeo de Orozco, escaparon de caer bajo la brutal gracia -de marca registrada- que cargaban sus comentarios, que podían herir profundamente si no se entendía bien de quién provenían.
Contra todo lo que pueda seguir describiendo de su lado gris oscuro, René Orozco, el doctor Orozco, es una figura insoslayable para entender a la U de hoy, ¡no a la concesionaria Azul Azul!, sino que a su pasional hinchada y también a los jugadores con ese carácter resiliente que se comenzó a fraguar con total visibilidad tras el descenso de 1988.
En su tono altisonante, a veces puramente estridente, había una defensa personal y corporativa del club y lo que él entendía como los valores que debía representar. Claro, principios que iban desde el aporte sociocultural de la Universidad que lleva el nombre de la institución, hasta la tutela evangelizadora, desprovista de todo juicio crítico, a esos barristas-delincuentes que en su calidad de hinchas de la U se aprovecharon de las veces que Orozco pecó de ingenuo y confiado con ellos. Porque el doctor, nobleza obliga, no tenía un pelo de leso y muchas veces venía de vuelta cuando la prensa recién iba.
Cada una de sus intervenciones congregaba audiencia. No había reportero que no volviera a su redacción sin una cuña para titular la crónica, sin un adjetivo esparcido por el doctor para adornar el texto, y sin un rasguño o a veces puñalada, dependiendo del historial que cada uno tuviera con el timonel azul. Porque si a Orozco no le gustaba el fondo de la consulta o su formulación, el inquisidor se exponía a la contra pregunta punzante, en el mejor de los casos, o a la humillación pública, la mayoría de las veces. Era parte del riesgo, pero también un rito iniciático para los periodistas de diversa índole con cierta tendencia a la confrontación. Esos mismos que lo empezaron a llorar apenas Orozco se retiró a sus cuarteles de invierno.
En 2004, la crisis financiera terminal de la Corfuch marcó su decadencia dirigencial. Responder a su estilo conductual y seguir con la impronta directiva esculpida por años, requerían de una energía inagotable, y Orozco había dado ya demasiadas batallas en las que salió derrotado. La más dolorosa, el sueño frustrado de la Ciudad Azul, lesionaron su espíritu de lucha. Se rindió frente a la abultada deuda, a acreedores que no comprendían su visión y a la sostenida crítica por una administración que abrió interrogantes sobre la idoneidad para gestionar un club colapsado. Se cerraba así un ciclo deportivo con notables siete títulos, pero con un déficit irremontable. La quiebra, tiempo después, sellaría toda una época.
¿Qué habría pasado si Orozco hubiese transferido la elogiada vocación formadora de generaciones de médicos a la testera de la U? Es un buen ejercicio hipotético, pero también una trampa al intelecto. Porque cada vez que el doctor abandonaba el aula y el pabellón, la figura pública lo envolvía y se sumergía en aquel dirigente tan querido por unos y temido por otros: demasiado locuaz para el rango, demasiado arrogante para su inteligencia, demasiado rudo y arrebatado para un cargo que requería sensibilidad y prudencia.
...demasiado locuaz para el rango, demasiado arrogante para su inteligencia, demasiado rudo y arrebatado para un cargo que requería sensibilidad y prudencia.
René Orozco pudo quedar como un estadista que presidió la U. Pero “el doctor” solo terminó habitando un memorable personaje.