Ricardo Gareca fue un deseo colectivo cuando Eduardo Berizzo renunció a la Selección. Era un imposible, según la prensa, que argumentó lo inalcanzable que parecía contratar a un entrenador probado, calificado, y poco menos que infalible, pero caro. Muy caro. El argentino estaba desocupado, en el entendido que un profesional de su trayectoria tampoco tiene apremios para llegar a fin de mes. Sin embargo, se sabía que para tentarlo, había que ofrecerle un buen estímulo.
Un par de meses después, el presidente de la Federación, Pablo Milad, anunció su contratación, y ya sabemos lo que pasó. Por fin hizo algo bueno Milad, fue el sardónico comentario para hacer justicia editorial. El resto, puros elogios que acometemos los periodistas y comentaristas cuando alguien nos impresiona por lo que hizo en otra parte, sin conocerlo de cerca. Que con Gareca las opciones de clasificar aumentaban exponencialmente, que haría maravillas con una Selección que ya no brillaba, que los talentos emergentes tendrían su oportunidad, que encontraría el juego extraviado hace años, en fin, que daría en el clavo sin martillo.
También sabemos lo que sucedió meses después de su llegada. Gareca encontró una realidad futbolística muy compleja, un recurso humano escaso, rendimientos individuales bajísimos, rivales que sí mejoraron la performance, un medio periodístico sobre expectante, un aficionado frustrado y ansioso.
El contrafactual al ‘estado de emergencia’ fue que Gareca mantuvo el tono y no pareció urgirse -en buen chileno. El argentino se conservó fiel a su ‘estilo de trabajo’. Pareció que no reparó ni le advirtieron que su función tiene una relevancia pública desmedida y que, en situaciones extremas, hay que dar señales aunque no fluyan naturalmente. Para nuestra idiosincrasia, un líder que no se impacienta, no aprueba. Aunque su movimiento fuera aparente, no exhibió mayor activación que dar algunas entrevistas en las frases hechas sobraron.
La impasibilidad de Gareca fue una señal dañina, análoga a los malos resultados. En Chile somos improductivos por naturaleza, las mediciones técnicas y los índices de organismos especializados lo reafirman. En nuestra cultura laboral, el tipo que simula movilizarse sacando la vuelta, que se muestra ocupado sin hacer nada y que está en su oficina para calentar la silla, se salvará siempre del juicio público. Podrá ser malo en lo poco y nada que hace, pero eso es otro asunto.
La entidad que le imprimió a su función Gareca, el líder en quien depositamos la confianza para clasificar al Mundial, hoy se significa en flojera. Puede que trabaje mucho, pero no se nota para nada. Su imagen -sin perderle el respeto al entrenador- podría asemejarse a la del operador político que abunda en las reparticiones públicas, que nadie sabe a ciencia cierta lo que hace, que gana muchísimas lucas sin ser objeto de control, sin recibir observaciones ni menos críticas por su quehacer, constantes ausencias o desapariciones. Es el funcionario que le rinde cuentas solo a un jefe que anda por las mismas, y que no tiene nada que perder si aventuraran a defenestrarlo, porque igual se va a ir con una indemnización voluminosa.
Desde luego que lo que perciba Gareca es un tema entre privados, no estamos hablando de fondos públicos. Pero sí de una función con una enorme responsabilidad social, a lo menos en el terreno de la representación deportiva. Por eso es penoso que ante la apremiante necesidad de triunfos que enfrenta la Selección, el cargo de quien lidera el colectivo esté sufriendo una sostenida degradación por una conducta a ratos displicente.
Está claro que al entrenador este asunto no le es prioritario, no lo conflictúa ni le interesa; es posible que su convicción sea respetar un estilo que le rindió frutos en otros países. Es legítimo de su parte. Pero a quien sí debiera preocuparle que la figura del seleccionador nacional se asocie a un concepto de indolencia, flojera o desapego con el compromiso público del cargo, es a la Federación. No sólo por su rol de empleador o porque el principal ítem de evaluación sean las eliminatorias, sino porque se trata de la cara más visible -y seria- de su producto estrella. Resulta impensable que los dirigentes no se hayan dado cuenta del deterioro o no quieran corregirlo. Salvo que le tengan temor a Gareca o que, al igual que el seleccionador, el tema les importe un carajo.