El Pilucho del Nacional. Es un extraño regalo del gobierno griego materializado en 1958. Su nombre correcto es “El Discóbolo”, aunque es probable que los atenienses lo donaran por estático. No tiene actitud deportiva y está inapropiadamente desnudo, pero ha servido por décadas como punto de encuentro de la parcialidad, que no discrimina por tamaño. El ex alcalde de Ñuñoa Pedro Sabat le puso un moai al lado, que no ganó inmortalidad, como tampoco la estatua del Tata Riera, algo desproporcionada, que está al frente. Nadie dice “juntémonos en el Tata”.
El castillo del Santa Laura. Sobreviviente al tiempo, al feísmo de nuestros estadios y a las propias rencillas de la colonia, que vendió Carmen, el símbolo de la hispanidad compite con el castillo Wolff de Viña como el rincón más ranciamente europeo del país. Obra del inmigrante José Forteza i Ubach, un admirador de Gaudí, dicen, data del 12 de octubre de 1931.
La tumba del perro Ron. “Aquí yace el noble ovejero alemán, baluarte de su raza y ejemplo para la especie humana”, dice en su lápida del cementerio canino del Parque Metropolitano, a pasos de la piscina Tupahue. Ni una mísera mención a la gesta del 22 de mayo del ’91, cuando el oficial canino de Carabineros mordió la nalga del arquero de Boca Juniors Carlos Navarro Montoya, allanando el paso de Colo Colo a la final de la Copa Libertadores.
“El Refugio” de La Dehesa. A orillas del Mapocho, cerca del Mampato y los Pollo al Cognac, Manuel Pellegrini y Arturo Salah emplazaron allí un reducto donde pasar los tiempos malos, cuando la borrasca arreciaba y se habían ganado el mote de ‘Patricios’. Malamente bautizado como “Los troncos”, las canchas de futbolito sobrevivieron un buen tiempo bajo la administración de Jorge Pellicer hasta que la tormenta amainó y todo volvió a su sitio. Ya no era necesario refugiarse.
El Noviciado de Lampa. Allí donde alguna vez habitó el burro Luis Miguel y se prometió un delfinario, donde iba a estar uno de los muchos proyectos de estadio de la U, la visita sería tan breve como emotiva. Si MEO se anima hasta podría construirse un museo de la maqueta, un lindo recordatorio de una historia azul casi centenaria. Si se nos perdona el término, claro. Sabemos que “centenario” es una pésima palabra por estos días.
El pernil palta. En la faceta culinaria patrimonial, Carlos Araya y su hermana popularizaron el mejor de los manjares de nuestra cultura futbolera. Ganaron fama en la tribuna del Santa Laura antes de empezar una itinerancia forzada que ahora los tiene en La Cisterna y La Pintana. Hay que buscarlos y eso aumenta el sabor y el apetito. Además que en Independencia, sin luces, yo no era posible distinguir lo que nos llevábamos a la boca.
El chancho Lorenzo. Para que no se nos acuse de centralistas, el emblema del Chinquihue merece su lugar aunque el equipo esté en las series más bajas. Un peregrinaje que, con buena voluntad, podría tener valor agregado si se hiciera una suerte de museo con Hispanito, el Loro de Wanderers, el Caballero de la UC, el Jarrito de Lozapenco, Poncho Gol, Papayín, la Gaviota del Everton y otros monos impresentables, al lado de los cuales Lorenzo luce orgulloso.